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La primera vida de Ariadna. Episodio 5

Otras palabras

Era de noche, nadie estaría alerta, Adriana despertó, podía oír una procesión de duendes trajinando sobre su cabeza, la oía, pero es de esas cosas de las que nunca estaba segura, se levantó, se quería asegurar del origen de los ruidos, podían ser vecinos, podría ser cualquiera, saltando o golpeando las paredes, a esas horas, a las doce, a la una de la noche. Hasta dormía la madre, el televisor permanecía mudo, oyó de nuevo el trajín, como un crujido largo y profundo, se sentó en la salita, en el sillón del padre, las sombras la acompañaban, la invitaban a un mundo siniestro de vidas paralelas, antiguas, a una forma distinta de romper con las verdades y las jerarquías de la luz, pero allí, en el sillón, era la reina, allí sentada podía decidir quién era quién.

De enterarse la madre se acabaría su historia nocturna, y habrá lucha. El runrún seguía acompañándola, se repantigó, oyó una palabra difusa entre los ruidos, se concentró en escucharla, oyó entonces una frase completa, no hablaban español, Ariadna quería asegurarse de que los duendes no hablaban su idioma, ya se lo tenía dicho el padre. «Lo duendes que se oyen por las paredes han de ser de otro país». «¿Siempre?» Preguntó ella. No le contestó, tuvo que quedarse mirando a los padres durante cinco minutos. «¿Siempre? ¿Qué dices? ¿Me preguntas si los duendes son siempre extranjeros o si los duendes usan diferentes idiomas?» «Pregunto si no puede ser que se nos cambie el idioma, sin querer. ¿No es posible que estemos hablando español y de pronto, sin notarlo, al convertirnos en duendes, o al despistarnos, nos pongamos a hablar en otro idioma, poco a poco, de forma gradual?

El padre no le quiso decir que aquellos duendes eran unos vecinos ucranianos, recién llegados, se arrepintió, los mitos para Ariadna eran demasiado sagrados, eran aventuras de consecuencias incontrolables que había que tramar con precisión infinitesimal.

«No». Respondió a la niña, sin entender, claro, la pregunta. Ariadna no conocía el mecanismo de las lenguas y se maravillaba con los sonidos extranjeros, aquellos ruidos eran mensajes mucho más elocuentes que cualquier explicación. El ruido cesó de golpe, mientras la niña discurría el sentido de las lenguas, de los ruidos, y cuando todo paró, cuando el silencio del Averno se adueñó de su alma, Ariadna se adormiló y se dejó llevar por la nostalgia de lo que ella ya tenía por una vida larguísima.

«¿Por qué todo se acaba?» Soñaba. Apoyó su cabeza en el mullido brazo del sillón, y durmió. Soñó con una ciudad fantástica construida con floretones de piedra, pérgolas, fórmulas matemáticas y símbolos aleatorios, preciosos, como patrones aztecas, como jeroglíficos, era una ciudad ligerísima, a medio hacer, donde las casas no tenían principio, donde nada estaba acabado y nada podría ser nunca destruido, porque no muere lo que nunca nació, los hombres allí tenían rostros muy poco definidos, sus caras eran mera expresión y no podía recordar sus cuerpos o sus edades, era un sitio que podría desaparecer de golpe sin que nadie lo notara.

El padre la encontró dormida y la cargó en sus brazos, disimulando el agobio. «¿Por qué tienes que hacer estas cosas, hija mía?» No la quiso despertar, pero ella le miró, y aquella cara asustada y tan perfectamente definida sería la imagen más importante de su vida, los rasgos precisos, el tiempo aprisionando cada ojo, cada uno de esos ojos que la miraban incrédulos, cada línea que fruncía su boca. A la mañana siguiente, después del desayuno, se puso escribir en su cuaderno lo que había soñado, pero no supo, usó su lápiz favorito, uno amarillo y grueso como un dedo octogonal, pero se le caía de la mano, aún no había aprendido a sujetarlo si no se concentraba bien en la caligrafía, recordaba su sueño y quería escribir a la velocidad que veía escribir a los adultos, no podía, de hecho aún no sabía escribir la palabra sueño, ni cimiento, ni pérgola, agarró el lápiz con todo el puño, llegaría pronto la mamá y se puso nerviosa, de todo lo que quería escribir sólo pudo poner una palabra, DELURIA, se refería a esa ciudad de aire y fórmulas que soñó, le quedó muy linda y de alguna forma sintió que su tarea había sido un éxito. Cuando llegó la madre ocultó el papel y se hizo la aburrida.

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