El divino capitán
En fin, Montano, el que temiendo espera y velando ama, sólo éste prevale en la estrecha, de Dios, cierta carrera
Subíamos por la carretera hacia Tánger, pasamos las colinas más verdes, los huertos industriosos, muy vividos, un cartel marcaba Alcazarquivir, al Norte Acila, al Suroeste Fez, por en medio aldeas o ciudades con nombres árabes, indistinguibles para nosotros, a los lados un secarral, un alucinógeno paisaje de piedras, matorral gris y bancales de austeros frutales, Alcazarquivir, lo tuve que leer en el siguiente cartel, no era fácil relacionar la épica de una batalla con esas cunetas de polvo abrasado. Alcazarquivir fue la batalla en que murieron tres reyes, el sultán rebelde Al.Mutawakil, Abd Al-Malik, rey soberano de Marruecos, y el mítico don Sebastián, rey de Portugal, sobrino de Felipe II, que si murió en uno de esos campos, en uno de esos campos, aún sigue muy vivo en las leyendas de nuestros vecinos portugueses. Esto te lo cuenta cualquiera, lo que no te dicen es que allí, protegiendo a don Sebastiao, por encargo de su rey Felipe, cayó un poeta, uno de los espíritus más profundamente humanos de nuestra España, no hay alma más limpia, ni versos más heridos por la existencia.
yo soy un hombre desvalido y solo, expuesto al duro hado cual marchita hoja al rigor del descortés Eolo; mi vida temporal anda precita dentro el infierno del común trafago que siempre añade un mal y un bien nos quita. Oficio militar profeso y hago, baja condenación de mi ventura que al alma dos infiernos da por pago. (...) Espistola a Arias Montano
Se lo refería a su gran amigo el eximio humanista Arias Montano en una de las más célebres epístolas de la literatura española, fue en 1677, un año antes de la batalla africana, aún imagino al general don Francisco esos días anteriores al combate, platicando consigo mismo, montando, vigilando al inexperto monarca, preguntándose las razones de Dios para esa batalla, para ese sacrificio inútil, para esa muerte suya con 41 años, o la del rey de Portugal con 24.
Si es difícil conducir por esos ásperos parajes de Marruecos y al tiempo recordar sus versos, ¿qué clase de infierno tuvo que ser aquella extraña batalla para el poeta? Ese cristiano neoplatónico, admirado por Cervantes o Quevedo, rescatado por Menédez Pelayo, elogiado por la generación del 27, sabía mantener la mirada alta, más allá del monte más elevado, a punto de asaltar los cielos, al tiempo que aguantaba firme su espada, ¿qué palabras usaría para dar órdenes, para mandar?
Pienso torcer de la común carrera que sigue el vulgo y caminar derecho jornada de mi patria verdadera; entrarme en el secreto de mi pecho y platicar en él mi interior hombre, dó va, dó está, si vive, o qué se ha hecho(....)
Leo estos versos, de la misma epístola, y veo a un hombre de pensamiento, como su paisano Arias Montano, o un profesor, un místico quizás, pero me cuesta contemplar a un general de los Tercios españoles, nacido en Nápoles, por razón del destino militar del padre, y soldado con honores en san Quintín, Flandes, en la Florencia de los Medicis…
Francisco de Aldana fue el paradigma de ese tipo de ser humano que nutrió aquella España, plagada de corazones forjados entre la vida y la muerte, con la mirada ascética, con la obsesión humanista del verso, el alma golpeada por la razón cristiana del amor, y una vida entre dudas, lances corteses y recogimiento piadoso.
Mientras estáis allá con tierno celo, de oro, de seda y púrpura cubriendo el de vuestra alma vil terrestre velo, sayo de hierro acá yo estoy vistiendo, cota de acero, arnés, yelmo luciente, que un claro espejo al sol voy pareciendo. Mientras andáis allá lascivamente con flores de azahar, con agua clara los pulsos refrescando, ojos y frente, yo de honroso sudor cubro mi cara y de sangre enemiga el brazo tiño cuando con más furor muerte dispara. Mientras que a cada cual con su desiño urdiendo andáis allá mil trampantojos, manchada el alma más que piel de armiño, yo voy acá y allá, puestos los ojos en muerte dar al que tener se gloria del ibero valor ricos despojos. Mientras andáis allá con la memoria llena de las blanduras de Cupido, publicando de vos llorosa historia, yo voy aca de furia combatido, de aspereza y desdén, lleno de gana que Ludovico al fin quede vencido. Mientras cual nuevo sol por la mañana todo compuesto andáis ventaneando en haca, sin parar, lucia y galana, yo voy sobre un jinete acá saltando el andén, el barranco, el foso, el lodo, al cercano enemigo amenazando. Mientras andáis allá metido todo en conocer la dama, o linda o fea, buscando introducción por diestro modo, yo reconozco el sitio y la trinchea deste profano a Dios vil enemigo, sin que la muerte al ojo estorbo sea. Pocos tercetos escritos a un amigo
Esto le escribía a un amigo, quizás con más resentimiento del esperado en un asceta, Aldana es un poeta humano, veraz, se le cree cada verso, hable de Dios, de su amada o plantee una controversia cómica entre los pies y la cabeza, hay un halo dulce, casi infantil en su queja, descarado, doliente;
En fin, en fin, tras tanto andar muriendo, tras tanto varïar vida y destino, tras tanto de uno en otro desatino, pensar todo apretar, nada cogiendo; tras tanto acá y allá, yendo y viniendo cual sin aliento, inútil peregrino; ¡oh Dios!, tras tanto error del buen camino yo mismo de mi mal ministro siendo, hallo, en fin, que ser muerto en la memoria del mundo es lo mejor que en él se asconde, pues es la paga dél muerte y olvido; y en un rincón vivir con la vitoria de sí, puesto el querer tan sólo adonde es premio el mismo Dios de lo servido. Reconocimiento de la vanidad del mundo
No es mi intención profundizar en el análisis de estos poemas, hay importantes trabajos realizados a este respecto por filólogos nacionales y de fuera como Menéndez Pelayo, El capitán Francisco de, Aldana, el americano Elías Rivers con Francisco de Aldana. El divino capitán, o Alfredo Lefebvre, La poesía del capitán Aldana.
Aquí, en este blog, aspiro únicamente a compartir algunas de las poesías más inspiradoras, aspiro a conseguir que el lector deguste versos no tan conocidos o a presentarlos desde una perspectiva nueva, más cercana.
Igual que el cartel de Alcazarquivir revivió en mí el recuerdo de unos versos tan queridos, me reavivó algunas de estas frustraciones constantes de los que sentimos el abandono de quienes en otro país con más apego a su enorme pasado serían héroes populares, objeto de películas, novelas, series, documentales, la vida de Aldana es un continuo de colores, de sombras, como sus poemas…
Verás mil retorcidas caracoles, mil bucios istrïados, con señales y pintas de lustrosos arreboles: los unos del color de los corales, los otros de la luz que el sol represa en los pintados arcos celestiales,
Se dice que allí por 1577, el mismo año en que se escribieron estos últimos versos, a Felipe II le llegaron noticias de que su sobrino Sebastián preparaba una expedición a Marruecos, animado por el sultán derrocado Al-Mutawakil, que pugnaba por recuperar su reino, nuestro rey Felipe que veía con completa desconfianza esa empresa, quiso hacer que su sobrino, hijo de su querida hermana, doña Juana de Austria, inexperto, apasionado y obstinado como un niño, desistiera, no le fue posible, hizo llamar entonces a nuestro poeta y heroico general, soldado en tantas batallas, culto, dominador de doce lenguas, entre ellas el árabe, el hebreo, el griego, el latín, el francés, el portugués o el alemán y le encargó que llevara a cabo, de incógnito, un reconocimiento del reino marroquí, de los equilibrios de fuerzas y del terreno, regresó el poeta con ideas muy negativas respecto a la empresa militar del rey portugués, parece que Felipe le envió entonces a Portugal, a las órdenes de su sobrino, para cambiar su parecer, para cuidarle, y cuando Aldana no consiguió torcer su opinión, a pesar de tan oscuras perspectivas, se ofreció como consejero y general de su nuevo rey, el joven Sebastián, en su alocada empresa africana.
¿Fue sólo obediencia? ¿Fue por la profunda devoción al rey prudente? Cierto que ambos, el Felipe rey y el divino capitán, se profesaban gran afecto, que la entrega de un caballero, de un general de los tercios, a su rey, era completa, pero siempre he querido ver algo más, siempre me pareció vislumbrar una épica renuncia en esa decisión de Aldana. Dicen que el rey portugués acabó convenciendo al poeta, y que éste se convirtió en el primer valedor del monarca. ¿No sería esa batalla el final más codiciado por un cristiano, cansado, distante del mundo?;
hallo, en fin, que ser muerto en la memoria del mundo es lo mejor que en él se asconde, pues es la paga dél muerte y olvido
¿No fue acaso esa muerte la misma redención, la entrega cristiana, humilde, de poeta, de general, de, como le llamó Cervantes, «divino capitán»?
(....) antes que del Señor fuese crïada cómo no fue, ni pudo haber salido de aquella privación que llaman nada; ver aquel alto piélago de olvido, aquel sin hacer pie luengo vacío, tomado tan atrás del no haber sido, y diga a Dios: «¡Oh causa del ser mío, cuál me sacaste desa muerte escura, rica del don de vida y de albedrío!»(....)
Una hermosa declaración de existencia cristiana, de una existencia entre dos nadas, entre dos abismos, donde el único sentido, lo único que da razón y forma a una vida, es Dios, y qué forma, qué pulso en el verso y que hondura en el significado. Su pensamiento humanista recoge todas las fragilidades, las dudas del devenir humano. ¡Quién pudiera conocer las palabras que hablaron el poeta y su señor el rey don Sebastián antes de montar aquel agosto de 1578, antes de salir a la batalla! Quién pudiera conocer las conversaciones que mantuvieron ambos aquel invierno, aquella primavera…
Nuestro Señor en ti su gracia siembre para coger la gloria que promete. De Madrid, a los siete de setiembre, mil y quinientos y setenta y siete.
Me permito en humilde homenaje adjuntar un soneto mío del poemario Sopla entre mí;
Alumbrado de ti todo me sobra. Arrancado de ti todo se mueve hacia la nube que gira y no llueve, desde la llama del sol que da sombra. El silencio del alma siempre me nombra, siempre avisándome que me renueve. Tuerce los surcos, fraguará la nieve. Elegido por ti nada me asombra. Todo me empuja a un barranco redondo. Todo me estrecha en un hilo de espino. Todo en la tierra descuaja mi fondo. Y entre dos estrellas cuelgo el destino. Entre dos amores, preso, me escondo. Entre dos abismos, libre, camino.
Y termino con el texto completo de la que para muchos es la epístola más bella, más elevada y más humana de la literatura hispana, la escribió en endecasílabos, con tercetos encadenados, muy a la imagen de las de Horacio, en ese estilo renacentista, culto y espontáneo, casi jugando, propio de los más grandes.
Me emociona especialmente ese fragmento, a partir de la estrofa 103, en que compara a su amigo Montano con un pastor que habita en el monte más alto, a punto de asaltar el cielo, Un monte dicen que hay sublime y alto, filosofía neoplatónica, fe, afecto, imaginación, juego; poesía.
CARTA PARA ARIAS MONTANO Montano, cuyo nombre es la primera estrellada señal por do camina el sol el cerco oblicuo de la esfera, nombrado así por voluntad divina, para mostrar que en ti comienza Apolo la luz de su celeste diciplina: yo soy un hombre desvalido y solo, expuesto al duro hado cual marchita hoja al rigor del descortés Eolo; mi vida temporal anda precita dentro el infierno del común trafago que siempre añade un mal y un bien nos quita. Oficio militar profeso y hago, baja condenación de mi ventura que al alma dos infiernos da por pago. Los huesos y la sangre que natura me dio para vivir, no poca parte dellos y della he dado a la locura, mientras el pecho al desenvuelto Marte tan libre di que sin mi daño puede, hablando la verdad, ser muda el arte. Y el rico galardón que se concede a mi (llámola así) ciega porfía es que por ciego y porfiado quede. No digo más sobre esto, que podría cosas decir que un mármol deshiciese en el piadoso humor que el ojo envía, y callaré las causas de interese, no sé si justo o injusto, que en alguno hubo porque mi mal más largo fuese. Menos te quiero ser ora importuno en declarar mi vida y nacimiento, que tiempo dará Dios más oportuno: basta decir que cuatro veces ciento y dos cuarenta vueltas dadas miro del planeta seteno al firmamento que en el aire común vivo y respiro, sin haber hecho más que andar haciendo yo mismo a mí, crüel, doblado tiro y con un trasgo a brazos debatiendo que al cabo, al cabo, ¡ay Dios!, de tan gran rato mi costoso sudor queda riendo. Mas ya, ¡merced del cielo!, me desato, ya rompo a la esperanza lisonjera el lazo en que me asió con doble trato. Pienso torcer de la común carrera que sigue el vulgo y caminar derecho jornada de mi patria verdadera; entrarme en el secreto de mi pecho y platicar en él mi interior hombre, dó va, dó está, si vive, o qué se ha hecho. Y porque vano error más no me asombre, en algún alto y solitario nido pienso enterrar mi ser, mi vida y nombre y, como si no hubiera acá nacido, estarme allá, cual Eco, replicando al dulce son de Dios, del alma oído. Y ¿qué debiera ser, bien contemplando, el alma sino un eco resonante a la eterna beldad que está llamando y, desde el cavernoso y vacilante cuerpo, volver mis réplicas de amores al sobrecelestial Narciso amante; rica de sus intrínsecos favores, con un piadoso escarnio el bajo oficio burlar de los mundanos amadores? En tierra o en árbol hoja algún bullicio no hace que, al moverse, ella no encuentra en nuevo y para Dios grato ejercicio; y como el fuego saca y desencentra oloroso licor por alquitara del cuerpo de la rosa que en ella entra, así destilará, de la gran cara del mundo, inmaterial varia belleza con el fuego de amor que la prepara; y pasará de vuelo a tanta alteza que, volviéndose a ver tan sublimada, su misma olvidará naturaleza, cuya capacidad ya dilatada allá verná do casi ser le toca en su primera causa transformada. Ojos, oídos, pies, manos y boca, hablando, obrando, andando, oyendo y viendo, serán del mar de Dios cubierta roca; cual pece dentro el vaso alto, estupendo, del oceano irá su pensamiento desde Dios para Dios yendo y viniendo. Serále allí quietud el movimiento, cual círculo mental sobre el divino centro, glorioso origen del contento, que, pues el alto, esférico camino del cielo causa en él vida y holganza, sin que lugar adquiera peregrino, llegada el alma al fin de la esperanza, mejor se moverá para quietarse dentro el lugar que sobre el mundo alcanza, do llega en tanto extremo a mejorarse (torno a decir) que en él se transfigura, casi el velo mortal sin animarse. No que del alma la especial natura, dentro al divino piélago hundida, cese en el hacedor de ser hechura, o quede aniquilada y destrüida, cual gota de licor, que el rostro enciende, del altísimo mar toda absorbida, mas como el aire, en quien en luz se extiende el claro sol, que juntos aire y lumbre ser una misma cosa el ojo entiende. Es bien verdad que a tan sublime cumbre suele impedir el venturoso vuelo del cuerpo la terrena pesadumbre. Pero, con todo, llega al bajo suelo la escala de Jacob, por do podemos al alcázar subir del alto cielo; que, yendo allá, no dudo que encontremos favor de más de un ángel diligente con quien alegre tránsito llevemos. Puede del sol pequeña fuerza ardiente desde la tierra alzar graves vapores a la región del aire allá eminente, ¿y tantos celestiales protectores, para subir a Dios alma sencilla, vernán a ejercitar fuerzas menores? Mas pues, Montano, va mi navecilla corriendo este gran mar con suelta vela, hacia la infinidad buscando orilla, quiero, para tejer tan rica tela, muy desde atrás decir lo que podría hacer el alma que a su causa vuela. Paréceme, Montano, que debría buscar lugar que al dulce pensamiento, encaminando a Dios, abra la vía, ado todo exterior derramamiento cese, y en su secreto el alma entrada comience a examinar, con modo atento, antes que del Señor fuese crïada cómo no fue, ni pudo haber salido de aquella privación que llaman nada; ver aquel alto piélago de olvido, aquel sin hacer pie luengo vacío, tomado tan atrás del no haber sido, y diga a Dios: «¡Oh causa del ser mío, cuál me sacaste desa muerte escura, rica del don de vida y de albedrío!» Allí, gozosa en la mayor natura, déjese el alma andar süavemente con leda admiración de su ventura. Húndase toda en la divina fuente y, del vital licor humedecida, sálgase a ver del tiempo en la corriente: veráse como línea producida del punto eterno, en el mortal sujeto bajada a gobernar la humana vida dentro la cárcel del corpóreo afeto, hecha horizonte allí deste alterable mundo y del otro puro y sin defeto; donde, a su fin únicamente amable vuelta, conozca dél ser tan dichosa forma gentil de vida indeclinable, y sienta que la mano dadivosa de Dios cosas crïo tantas y tales, hasta la más süez, mínima cosa, sin que las calidades principales, los cielos con su lúcida belleza, los coros del Impíreo angelicales consigan facultad de tanta alteza que lo más bajo y vil que asconde el cieno puedan criar, ni hay tal naturaleza. Enamórese el alma en ver cuán bueno es Dios, que un gusanillo le podría llamar su criador de lleno en lleno, y poco a poco le amanezca el día de la contemplación, siempre cobrando luz y calor que Dios de allá le envía. Déjese descansar de cuando en cuando sin procurar subir, porque no rompa el hilo que el amor queda tramando, y veráse colmar de alegre pompa, de divino favor, tan ordenado cuan libre de desmán que le interrompa. Torno a decir que el pecho enamorado la celestial, de allá, rica inflüencia espere humilde, atento y reposado, sin dar ni recebir propia sentencia, que en tal lugar la lengua más despierta es de natura error y balbucencia. Abra de par en par la firme puerta de su querer, pues no tan presto pasa el sol por la región del aire abierta, ni el agua universal con menos tasa hinchió toda del suelo alta abertura, bajando a la región de luz escasa, como aquella mayor, suma natura hinche de su divino sentimiento el alma cuando abrir se le procura. No que de allí le quede atrevimiento para creer que en sí mérito encierra con que al supremo obligue entendimiento, pues la impotencia misma que la tierra tiene para obligar que le dé el cielo llovida ambrosia en valle, en llano, o en sierra, o para producir flores el hielo y plantas levantar de verde cima desierto estéril y arenoso suelo, tiene el alma mejor, de más estima, para obligar que en ella gracia influya el bien que a tanta alteza le sublima. Es don de Dios, manificiencia suya, divina autoridad que el ser abona, de nuestra indinidad que no le arguya; y cuando da de gloria la corona, es último favor que los ya hechos, como sus propios méritos, corona. Así que el alma en los divinos pechos beba infusión de gracia sin buscalla, sin gana de sentir nuevos provechos, que allí la diligencia menos halla cuanto más busca, y suelen los favores trocarse en interior, nueva batalla. No tiene que buscar los resplandores del sol quien de su luz anda cercado, ni el rico abril pedir hierbas y flores; pues no mejor el húmido pescado dentro el abismo está del oceano, cubierto del humor grave y salado, que el alma, alzada sobre el curso humano queda, sin ser curiosa o diligente, de aquel gran mar cubierta ultramundano; no, como el Pece, sólo exteriormente, mas dentro mucho más que esté en el fuego el íntimo calor que en él se siente. Digo que puesta el alma en su sosiego espere a Dios, cual ojo que cayendo se va sabrosamente al sueño ciego, que al que trabaja por quedar durmiendo, esa misma inquietud destrama el hilo del sueño, que se da no le pidiendo. Ella verá, con desusado estilo, toda regarse, y regalarse junto, de un salido de Dios sagrado Nilo; recogida su luz toda en un punto, aquella mirará de quien es ella indinamente imagen y trasunto y, cual de amor la matutina estrella dentro el abismo del eterno día, se cubrirá toda luciente y bella. Como la hermosísima judía que, llena de doncel, novicio espanto, viendo Isaac que para sí venía, dejó cubrir el rostro con el manto, y decendida presto del camello recoge humilde al novio casto y santo, disponga el alma así con Dios hacello y de su presunción decienda altiva, cubierto el rostro y reclinado el cuello. y aquella sacrosanta virtud viva, única, crïadora y redentora, con profunda humildad en sí reciba. Mas ¿quién dirá, mas quién decir agora podrá los peregrinos sentimientos que el alma en sus potencias atesora: aquellos ricos amontonamientos de sobrecelestiales inflüencias dilatados de amor descubrimientos; aquellas ilustradas advertencias de las musas de Dios sobreesenciales, destierro general de contingencias; aquellos nutrimentos divinales, de la inmortalidad fomentadores, que exceden los posibles naturales; aquellos (¡qué diré!) colmos favores, privanzas nunca oídas, nunca vistas, suma especialidad del bien de amores? ¡Oh grandes, oh riquísimas conquistas de las Indias de Dios, de aquel gran mundo tan escondido a las mundanas vistas! Mas ¡ay de mí!, que voy hacia el profundo do no se entiende suelo ni ribera, y si no vuelvo atrás, me anego y hundo. No más allá; ni puedo, aunque lo quiera. Do la vista alcanzó, llegó la mano; ya se les cierra a entrambos la carrera. ¿Notaste bien, dotísimo Montano, notaste cuál salí, más atrevido que del cretense padre el hijo insano? Tratar en esto es sólo a ti debido, en quien el cielo sus noticias llueve para dejar el mundo enriquecido; por quien de Pindo las hermanas nueve dejan sus montes, dejan sus amadas aguas, donde la sed se mata y bebe, y en el santo Sïon ya trasladadas, al profético coro por tu boca oyendo están, atentas y humilladas. ¡Dichosísimo aquél que estar le toca contigo en bosque o en monte o en valle umbroso o encima la más alta, áspera roca! ¡Oh tres y cuatro veces yo dichoso si fuese Aldino aquél, si aquél yo fuese que, en orden de vivir tan venturoso, juntamente contigo estar pudiese, lejos de error, de engaño y sobresalto, como si el mundo en sí no me incluyese! Un monte dicen que hay sublime y alto, tanto que, al parecer, la excelsa cima al cielo muestra dar glorioso asalto y que el pastor, con su ganado, encima, debajo de sus pies correr el trueno ve dentro el nubiloso, helado clima, y en el puro, vital aire sereno va respirando allá, libre y exento, casi nuevo lugar, del mundo ajeno, sin que le impida el desmandado viento, el trabado granizo, el suelto rayo, ni el de la tierra grueso, húmido aliento. Todo es tranquilidad de fértil mayo, purísima del sol templada lumbre, de hielo o de calor sin triste ensayo. Pareces tú, Montano, a la gran cumbre deste gran monte, pues vivir contigo es muerte de la misma pesadumbre, es un poner debajo a su enemigo: de la soberbia el trueno estar mirando cuál va descomponiendo al más amigo, las nubes de la invidia descargando ver, de murmuración duro granizo, de vanagloria el viento andar soplando, y de lujuria el rayo encontradizo, de acidia el grueso aliento y de avaricia, con lo demás que el padre antiguo hizo; y desta turba vil que el mundo envicia descargado, gozar cuanto ilustrare el sol en ti de gloria y de justicia. El alma que contigo se juntare cierto reprimirá cualquier deseo que contra el proprio bien la vida encare; podrá luchar con el terrestre Anteo de su rebelde cuerpo, aunque le cueste vencer la lid por fuerza y por rodeo, y casi vuelta un Hércules celeste, sompesará de tierra ese imperfeto, porque el f avor no pase della en éste, tanto que el pie del sensitivo afeto no la llegue a tocar y el enemigo al hercúleo valor quede sujeto; de sí le apartará, junto consigo domándole, firmado en la potencia del pecho ejecutor del gran castigo; serán temor de Dios y penitencia los brazos, coronada de diadema la caridad, valor de toda esencia. Mas para conclüir tan largo tema, quiero el lugar pintar do, con Montano, deseo llegar de vida al hora extrema. No busco monte excelso y soberano, de ventiscosa cumbre, en quien se halle la triplicada nieve en el verano; menos profundo, escuro, húmido valle donde las aguas bajan despeñadas por entre desigual, torcida calle; las partes medias son más aprobadas de la natura, siempre frutüosas, siempre de nuevas flores esmaltadas. Quiero también, Montano, entre otras cosas, no lejos descubrir de nuestro nido el alto mar, con ondas bulliciosas: dos elementos ver, uno movido del aéreo desdén, otro fijado, sobre su mismo peso establecido; ver uno desigual, otro igualado, de mil colores éste, aquél mostrando el claro azul del cielo no añublado. Bajaremos allá de cuando en cuando, altas y ponderadas maravillas en recíproco amor juntos tratando. Verás por las marítimas orillas la espumosa resaca entre el arena bruñir mil blancas conchas y lucillas, en quien hiriendo el sol con luz serena, echan como de sí nuevos resoles do el rayo visüal su curso enfrena. Verás mil retorcidas caracoles, mil bucios istrïados, con señales y pintas de lustrosos arreboles: los unos del color de los corales, los otros de la luz que el sol represa en los pintados arcos celestiales, de varia operación, de varia empresa, despidiendo de sí como centellas, en rica mezcla de oro y de turquesa. Cualquiera especie producir de aquéllas verás (lo que en la tierra no acontece) pequeñas en extreno y grandes dellas, donde el secreto, artificioso pece pegado está, y en otros despegarse suele y al mar salir, si le parece, (por cierto, cosa dina de admirarse tan menudo animal sin niervo y hueso encima tan gran máquina arrastrarse, crïar el agua un cuerpo tan espeso como la concha, casi fuerte muro reparador de todo caso avieso, todo de fuera peñascoso y duro, liso de dentro, que al salir injuria no haga a su señor tratable y puro), el nácar, el almeja y la purpuria venera, con matices luminosos que acá y allá del mar siguen la furia. ¡Ver los marinos riscos cavernosos por alto y bajo en varia forma abiertos, do encuentran mil embates espumosos; los peces acudir por sus inciertos caminos con agalla purpurina, de escamoso cristal todos cubiertos! También verás correr por la marina, con sus airosas tocas, sesga y presta, la nave, a lejos climas peregrina. Verás encaramar la comba cresta del líquido elemento a los extremos de la helada región, al fuego opuesta; los salados abismos miraremos entre dos sierras de agua abrir cañada, que de temor Catón suelta sus remos. Veráse luego mansa y reposada la mar, que por sirena nos figura la bien regida y sabia edad pasada, la cual en tan gentil, blanda postura vista del marinero, se adormece casi a música voz, süave y pura, y en tanto el fiero mar se arbola y crece de modo que, aun despierto, ya cualquiera remedio de vivir le desfallece. En fin, Montano, el que temiendo espera y velando ama, sólo éste prevale en la estrecha, de Dios, cierta carrera. Mas ya parece que mi pluma sale del término de epístola, escribiendo a ti, que eres de mí lo que más vale; a mayor ocasión voy remitiendo, de nuestra soledad contemplativa, algún nuevo primor que della entiendo. Tú, mi Montano, así tu Aldino viva contigo, en paz dichosa, esto que queda por consumir de vida fugitiva; y el cielo, cuando pides, te conceda que nunca de su todo se desmiembre ésta tu parte y siempre serlo pueda. Nuestro Señor en ti su gracia siembre para coger la gloria que promete. De Madrid, a los siete de setiembre, mil y quinientos y setenta y siete.