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La primera vida de Ariadna. Episodio 14

Las transformaciones

No hubo gritos aquella mañana, las dos niñas se sentaron alrededor de la mesa, se levantaron más tarde que otros días, tanta calma doméstica aplanó sus nervios, el verano se posaba severo, se perdieron ese frescor amable del amanecer.

Corrieron por el pasillo, hasta la cocina, la madre esperaba callada. «¿Por qué no nos despertaste antes? ¿Por qué no gritaste cuando corríamos por el pasillo?» El silencio era una sorpresa para las dos, un preocupante alivio, el silencio doméstico era siempre señal de enfermedad.

Tendrían que salir a la piscina, o al parque, o a la playa, tenían que dejar la casa, vendría la tía Elena a por ellas, era verano pero se retrasaban las vacaciones en el campo. La madre gritó que no; «la tía Elena no va a venir hoy, es imposible». Las niñas se miraron como locas. «¿Por qué?» Preguntaron las dos. «¿Por qué? ¿Por qué?» La madre marchó a fregar las tazas del desayuno, de espaldas, no les respondió, las niñas se alejaron confusas, maravilladas.

Perdieron media mañana dibujando cuerdas y pequeñas invenciones redondas, la pequeña hacía partículas siderales que volaban por cielo o nadaban en los charcos, etéreas, como albóndigas o caritas de niños, como bandadas de bolitas,  eran unos dibujos absurdos que irritaban a Adela, ella coloreaba bailarinas, con mucha gracia, el color carne lo conseguía mezclando sus lápices de cera rosa, amarillo y beige, era su orgullo y la envidia de Ariadna que no hacía más que compararlo con su propia piel. Pero se impacientaban, la madre no llegaba, era como si la vida se hubiese parado y como si no hubiera horarios, ni planes, todo se estancaba, como se estancó el verano.

«La abuelita Encarna está muy mala, la han llevado al hospital». Dijo por fin la madre, se acercó despacio y se sentó entre las dos, miró con espanto las partículas siderales de su hija pequeña. «¿Se está muriendo?» Preguntó Ariadna, y la madre calló, se mordió los labios, miró a Adela, implorando ayuda. «Está muy malita». Y regresó a la cocina.

Las niñas quedaron calladas, Ariadna apartó los dibujos, miró a su hermana, como si el mundo se partiera en mil pedazos, como si reventara. «La abuelita se está muriendo». «Como si tú supieras lo que es la muerte Ari, la abuela es muy mayor…»

No, no sabía lo que era la muerte, pero pronto comprendió su enorme responsabilidad como Teresa la hermana de su abuela, porque para su abuela ella era su hermana pequeña.

—¿Si la abuela se muere se morirá su hermana Teresa? ¿Cómo funciona la muerte? — preguntó Ariadna.

—Su hermana murió hace muchísimos años.

—Quiero decir la hermana Teresa que soy yo, cuando la veo, ya sabes lo que quiero decir, ella se cree que soy su hermana pequeña cuando me ve, necesito a la abuelita para ser quien soy.

La mayor se levantó como una adulta ofendida, lanzó un lápiz contra el sillón, amenazó con irse pero retrocedió, no necesitaba más.

—La abuelita está muy mala y sólo piensas en ti misma, no haces más que decir que se muere y jugar a tus juegos de niña egoísta, aprovecharte de que la pobre no puede acordarse de las cosas que vivió de niña, de que se le va la cabeza, eres una demonia, no sé cómo puedo ser tu hermana —Adela nunca le había gritado esas cosas, ni parecidas.

Ariadna se calló, se le saltaron las lágrimas, huyó llorando hacia su madre para que la defendiera de su hermana, pero regresó y se quedó moqueando frente a Adela, le pidió perdón y le explicó que no sabía de veras lo que era morirse, que no pensaba que fuera tan grave. « ¿Es así de grave?»

La mayor dudó. «Es grave». Dijo por fin, la hermanita siguió mirándola con horror, tuvo que consolarla explicando una trama de cielos y ángeles que nunca le contó su propio padre, que había aprendido de sus amigas. «¿Y la abuela se irá?» «Sí».

Ariadna se sentó, siguió dibujando partículas siderales, entonces todas volaban hasta el cielo.

—Mis juegos son algo muy importante, son lo más importante, yo nunca juego por jugar —le dijo después a su hermana, aún confundidas las dos.

La miró implacable y la dejó pintando sus redondeles, como si fuera una pequeña imbécil. Ariadna siguió dándole vueltas a la marcha de la abuela, a la muerte, de repente notó que esa tía Teresa que vivía dentro de ella se encogía, se desvanecía, que ya no podría instalarse dentro de su personalidad. «Qué raro, se muere un trozo de mí». La frase, no tenía para ella nada de metafórico. Luego comprendió que no era una sola Ariadna, era muchas, porque cuando estaba con su padre era una Ariadna diferente a la que era con su hermana o con su madre, que si alguno de ellos se iba, si se apartaba de ella para siempre, perdería muchos trozos de quien era.

Era demasiado niña para saberlo, pero esa verdad de las muchas Ariadnas se quedó con ella para siempre, hasta cuando ya conocía demasiado bien lo que era la muerte o las separaciones, cada separación sería como un trozo de sí que le arrancaban, una pieza del alma que se evaporaba y le dejaba más débil, más flaca.

Ahora recordaría ya ese momento, esa primera intuición de perder un trozo de sí, a los adultos nos cuesta recordar lo que no podemos estructurar en palabras, nos cuesta muchísimo.

Pero así fue cómo empezó a considerar que las almas, o las mentes, o la psicología de cada uno, podía transformarse, combinarse con la de otros, ya de mayor, claro, entonces lo escribiría y entonces comprendería que no está bien agarrarse demasiado a lo de uno, a la personalidad de cada uno, porque nada es tan sólido.

Si la abuelita moría se le transformaría la vida, la abriría en canal, tendría que ser otra Ariadna.

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