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La primera vida de Ariadna. Episodio 12

El castigo

Ni le apetecía ir ni se conformaba con quedarse en casa con el padre mientras su madre, la tía Elena y su hermana marchaban a la inauguración de una tienda de plantas y flores, muy cerca del Mercado Central; se bebería horchata, regalarían macetitas con margaritones y rifarían una colocasia colosal que apenas cupo en su tiesto. La dueña había regentado previamente la quesería más grande del mercado, pero aspiraba a más, tenía a poco el puesto, y se montó la Boutique du Jardin.

—Niña arréglate que nos vamos a la fiesta.                                                                                                      —No puedo mamá, me dan miedo las colocasias.                                                                                        —No sabes lo que es una colocasia.                                                                                                             —La tía Elena dijo que es una colocasia colosal.

Fue inagotable el toma y daca, la niña empezó a chillar, la madre a preguntar si sabía acaso lo que era algo colosal, la niña lloró, escapó al balcón, a refugiarse, la madre no quiso divulgar ese nuevo escándalo por toda la calle y cedió, se metió al despacho donde el marido escribía el informe de una ex-paciente suicida que trató de depresión pos-vacacional hacía menos de un año, el último septiembre, el marido escuchó con paciencia las explicaciones de la angustiada madre.

—Te quedas con la niña y le explicas que no se puede tener a todo el mundo con el alma en vilo todo el tiempo, le dices que vendrá el día en que su madre tendrá que irse muy lejos por no poder soportar que la traten como un mueble inútil…

«Sí». Diría el padre. «Tiene sólo cinco años». Pensaría.

Mientras, Ariadna se sentó en la silla de rejilla, junto a la pared del cuartito que usaban de estudio, como una princesita, con la cara triste y una calma que caricaturizaba la desesperación de la madre. «¡Cómo es posible que una niña así pueda exasperarte!» Pensaría el marido, el padre.

La comitiva se fue y lo cierto es que al padre le incomodaba poco la niña, allí sentada era como una gárgola, inamovible, retándole en silencio, un silencio que no molestaba a nadie, miraba al infinito,  como si aquel momento, sola con el padre, en su despacho, fuese un momento mágico en su vida, en su cortísima vida.

Era una ceremonia, una liturgia a la que nunca había asistido; el padre, tan listo, tan sabio, como decía su tía Elena, se inclinaba sobre las teclas de la máquina de escribir, apenas escribía, leía y pensaba en silencio, con una mirada de metal, tan diferente de la que usaba para reñir. Le miraba trabajar con la boca abierta, con la respiración contenida, segura de que aquellas páginas que su padre leía, que las líneas que escribía, contenían los secretos más preciosos de este mundo.

El padre se concentraba en el semblante de Silvia Plaza, la suicida. «Se equivocó». Pensaba. «Murió por equivocación. Cada día amenazaba con suicidarse, ingería docenas de pastillas inocuas, se sangraba las muñecas, siempre amenazaba pero murió cuando menos lo esperaban, ni ella, fue el intento más suave, tomó sólo una caja de veinte Valium 10, y fue que se durmió bocabajo en la bañera, el motivo era casi frívolo; un desajuste horario, llegó demasiado pronto a una cita con el profesor de su hija, le indicó que tenía que esperar una hora en el vestíbulo, montó en ira contra los colegios y no pudo soportar que luego su novio le llevase la contraria, aún menos que tuviese razón, que todos tuvieran razón; el novio, el colegio, el profesor, toda la legión de hombres y mujeres que poblaban la tierra.

«La muerte es una desidia». Pensó el padre.  «La muerte es tan arbitraria, tan aleatoria como cualquier otro detalle de la vida, la psicología es un fraude, es una excusa». El padre redactó un informe en que hilvanaba trastornos de personalidad con alcoholismo y depresiones, sin creer en nada, absorto en la aleatoriedad de la vida. «Pero la muerte nos abraza y nos consiente lo que la vida nos niega» Pensó. Y después pensó en que la muerte justificaba la vida, y también imaginó con viveza una vida sin muertes evidentes, sin finales bruscos, sin destinos arbitrarios, no pudo seguir, se ablandó en su butaca, se acomodó y miró a su hija.

La niña Ariadna le miraba, aún con su boca abierta, de otra niña se hubiese dicho que abierta de aburrimiento, de idiotez. Pero le escrutaba, subía los ojos, parecía saber todo lo que giraba en el alma de su padre.

«La niña ya la siente». Pensó su padre. «Tardará años en saber los que es la muerte, me cuidaré de que nadie se lo cuente demasiado pronto, porque ya tiene la muerte en sus preguntas, ya intuye en su firmamento de angelitos que hay finales, y finales dramáticos, lo intuye sin conocerlo de veras», se miraron con muy distinta preocupación, la niña le sonrió, el padre no pudo.

En ese momento el padre comprendió los secretos de muchas muertes y muchas vidas hasta entonces completamente borrosas, en ese momento aprendió a descifrar la falsa ignorancia de la hija. Entonces la envidió un poco, entonces comprendió la grandeza de la sabiduría virgen.

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