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La primera vida de Ariadna. Episodio 13

El futuro

Se revolvía como un animalito de monte cada vez que se le preguntaba por el futuro. «¿Qué quieres ser de mayor?» Se lo preguntaban y se hacía la muerta, quedaba inmóvil durante minutos como implicando una parálisis o algo peor; experimentaba con esa posibilidad de no tener ningún futuro.

Todavía no entendía bien el paso de los años, reconocía quizás el de los días, la inminencia de cualquier acontecimiento le producía una ansiedad estrambótica, giraba en volantines o repetía la palabra «sorpresa» docenas de veces, literalmente, como si quisiera contrarrestar esa realidad del paso del tiempo, como si tuviera que luchar contra todas las certidumbres, hasta se ponía roja.

Aquella tarde llevaba su vestido amarillo, como un mono, de pies a cuello, igual que el de Adela, parecían dos flores muy alegres, muy divertidas. «¿Qué quieres ser de mayor?»

Se lo preguntaron a Adela y Ariadna empezó a emitir sus ruiditos, eran como gruñidos de algún animal pequeño, estaban delante de la abuela Encarna, fue ella la que se lo preguntó; «¿Entonces qué es lo que quieres ser cuando crezcas?» Y lo preguntó mirándola a la cara, con la seriedad de quién se interesa por un problema mecánico, por el horario de un tren, no era de las preguntas con sonrisita complaciente.

— ¿Qué has pensado hacer con tu vida? Le volvió a preguntar la abuela — como la hermana callaba le preguntó a ella, a la misma Ariadna.

Y contestó, porque la abuela Encarna no le hablaba a Ariadna, estaba preguntándole a su propia hermana Teresa, a la que siempre confundía con la niña, a su hermana adolescente, le preguntaba qué iba a hacer con el futuro, qué iban a hacer ellas dos en el futuro; «Qué vamos a hacer con nuestra vida». Insistió la abuelita.

Ariadna se quedó con los ojos abiertos, mirando a los padres, sonreía con la boca cerrada; «Lo sé, lo sé». Les dijo.

Claro, Ariadna, Teresa, conocía muy bien el futuro de la niña Encarna, y fue una revelación. «Qué sencillo conocer el futuro de los niños de antes, y qué difícil saber el de los de ahora». Le soltó al padre, en cuanto llegó.

—  El futuro no se conoce— contestó él.

— ¿Por qué?

—  Si lo conociésemos no podríamos vivir.

— ¿Qué vamos hacer con nuestra vida? — volvió a preguntar la abuela a su nieta Ariadna cuando creía que era su hermana Teresa.

—  Querida – le contestó la niña – , tú acabarás los estudios de música y pedagogía, te casarás con un abogado militar, tendrás cuatro hijos, tu marido morirá en unas maniobras en África, los hijos crecerán y terminarán sus carreras con mucho éxito, dos marcharán al extranjero, tú hija Elena se quedará a vivir contigo para siempre, nunca se tendrá que casar, con el tiempo te acostumbrarás a ella y estarás más contenta, todo el mundo vendrá aquí, a visitarte, porque se acordarán de ti, porque querrán conocer tu forma de pensar, aunque alguien diga que se te va la cabeza y … — se acercó la madre, dio un paso largo, repentino, temía que la niña acabara diciendo lo que no tenía que decir, la niña la vio, la comprendió, agachó la cabeza, como amagando algún cachete, y concluyó, vacilante, la explicación —   tendrás dos nietas muy cariñosas que querrás mucho, que vendrán mucho a verte y te querrán y … —  la madre le hizo callar, definitivamente, la abuelita abría mucho los ojos.

— ¿Y cómo sabes todo eso, Teresita? ¿Te estás volviendo adivina, ¿verdad?                  —  Sí.

Y entonces llegaron dos tíos segundos que apenas conocían a las niñas, traían melocotones tempranos y botellas de vino dulce, se olvidó allí la escena de la adivinación, se aparentó que se olvidaba, que nunca sucedió.

— No tiene mucho mérito, no es tan difícil — dijo la niña, de camino, cogida de su padre.

—  No, no tiene ninguna dificultad, es muy fácil decir las cosas cuando ya han pasado — contestó el padre.

—  Pero le adiviné el futuro.

El padre la miró con cansancio, se reía, vencido y feliz.

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