El baile
Con el verano asentado se desfiguraban los horarios, las noches se convertían en auténticas fiestas de duendes tímidos, de cazadoras primitivas, a las niñas les costaba horrores dormir, se impuso esa costumbre de que Ariadna se fuera a la cama media hora antes que la hermana, tres años y medio mayor, y la niña protestaba, de alguna manera ejercía sus nuevos poderes de pseudo Teresa, ponía voces extrañas y exigía derechos completamente arbitrarios; «Si puedo ser la tía abuela Teresa también tengo derecho a que me trates como a una mayor, un poco, o por lo menos como a una niña un poco más vieja».
—Ni se te ocurra, directa a dormir, a la cama, no eres más que una niña tonta y malcriada —respondía la madre, intentando aparentar firmeza.
Vale, hasta aquí la historia familiar. Lo otro es que la niña llegaba a su dormitorio, pasado el comedor y el saloncito de los sillones enfundados, se aseaba, se vestía el pijama, esperaba por si el padre o la madre se acercaban a mirar si dormía, y entonces empezaba una aventura nocturna por la casa, una aventura que duraba esa media hora, hasta que oía chirriar la puerta de la salita, señal de que llegaba el momento en que Adela tenía que meterse también en la cama.
En ese tiempo, Ariadna, se iba al salón de los muebles blancos y ensayaba las escenas que habría vivido la tía Teresa con su hermana, la abuela de las niñas, de jovencitas, se quitaba el pijama y se quedaba en braguitas (había oído que tía Teresa era muy loca y muy viva, que se enamoró de un general colombiano bailando cumbias y mambos en una casa bien).
Se lo había contado la tía Elena, siempre exagerada, fantasiosa e ignorante. La tía Elena estaba tan convencida de los poderes sobrenaturales de Ariadna como la abuela de que era su querida hermana. Le contó a la niña que a su tía Teresa le gustaban los bailes de chicas alegres y descocadas. «¿Descocadas?» Preguntó la niña. «Con poca ropa». Le respondió. De allí arrancó lo de bailar casi desnuda. Una noche lo practicó con su hermana que se rio muchísimo más, se inventaban la música, cualquier cosa, gritos, palmadas.
Y tenía que llegar ese momento en que la madre, camino de su habitación a por unos calmantes, oyó el soniquete de la niña, abrió la puerta del saloncito y la vio bailar a media luz, se movía en braguitas y hacía como que tenía una pareja, como que había mucha gente en el salón. La madre tuvo que sonreír, Adela le había contado lo del baile entre las dos, se sorprendió mucho menos que con otras ocurrencias, pero había que entrar y meterla en la cama, se metió sinuosa, sin que la oyera.
— ¿Qué haces? ¿No tenías que estar en la cama?
—Practico para ser la tía abuela Teresa.
Y no le gustó esa respuesta, le irritaba esa pantomima de hacerse pasar por la tía Teresa, más que el baile, mucho más que el verla medio desnuda, bailando. Se le desataron los nervios, siempre le pasaba con su hija pequeña, no sabía cómo reaccionar;
—Si haces esas cosas te tomarán por una cualquiera, no se lo digo a tu padre para no hacerle sufrir —mintió, el padre se hubiera reído con un loco.
La niña se fue a dormir, ya nunca repetiría la escena, se preocupó, tardó en dormirse, al día siguiente tuvo que hablar, muy en serio, con la tía Elena; «Dice que seré una cualquiera, ¿qué es una cualquiera?» «La que no se preocupa de nada, la que hace lo que quiere y no se fija en los demás, la que ni va a misa ni piensa en su familia, ni en nada serio». Dijo la pobre idiota, por no querer decir la verdad, por no hablar de la alegre sensualidad de su tía, o de las salas de fiesta que entonces se abrían por toda la ciudad. «Pero si nosotros casi no vamos a misa». «No, vosotros no, no me refiero a eso, me refiero a no hacer las cosas bien, a la reputación».
Fue una charla sin sentido, tía Elena estaba más perdida que Ariadna. Cuando la pequeña se metió en la cama, pocas horas después, se prometió que nadie le diría nunca que era una cualquiera, porque necesitaba ser importante, sabia y profunda, como una maga.
Aquella noche se decidió a leer todos los libros, en cuanto creciera un poco, y a mirarlo todo, y a preguntarlo todo, quiso saber de Dios y de los que no creen en él, quiso aprenderlo todo de los ángeles de verdad, de la fuerza de la naturaleza y de por qué algunas mujeres podían ser unas cualquieras. Le asaltó una obsesión por la bondad, sin de veras saber bien lo que era, la confundía con cualquier razón, con cualquier detalle que hiciera de más el recuerdo de su tía abuela. —Todo por la reputación de la tía abuela Teresa —decía.