La loquita
No pudo ser más reveladora la enfermedad de la abuela, el verano se quedó estancado en una especie de sagrada planicie en la que las cosas se sucedían según un complicado ritual que nadie parecía conocer, las dos niñas se mantuvieron alerta y calladas durante un día, dos, pero no pudieron prolongar la ceremonia, imposible, al tercer día se acostumbraron a esa calma intensa, al drama, a lo que Ariadna interpretaba como un juego demasiado serio, se preparaba para la acción.
El padre se decidió ese tercer día a hablar con ellas, a explicar la enfermedad, a responder lo que le preguntaran, y no sabía, tenía en su mente una explicación perfecta, pero el desgraciado sucumbió, era un padre demasiado viejo, pensaba, su anciana madre estaba ya postrada en una cama del Hospital Provincial, y la quería, necesitaba a su madre para seguir entero, para ser aún el niño ocioso y listo que jugara por esa misma casa de la abuela, la amaba suave y concienzudamente, como entonces, como si fuera más que una madre, mucho más. Era un padre demasiado viejo, la abuela era una abuela demasiado anciana, injustamente anciana para esas dos niñas.
—¿Papá, entonces se irá hasta al cielo, y entonces volverá, o no? —se lo preguntó todo, Ariadna, le habló de regresos, de ángeles, de oraciones, de todos los tópicos de la muerte. Quería preguntar por las cosas que le contó su abuela, necesitaba certidumbres—. ¿Entonces sus recuerdos morirán con ella?
El padre bajó la cabeza, no podía entender esa muerte, tan comprensible, Ariadna, machacona, le obligaba a refinar sus ideas, hubiera sido estúpido hablarle a su hija de cinco años de existencialismo, de psicoanálisis, de fenomenología, y se lo estaba pidiendo a gritos, lo veía en sus ojos, ella le retaba. «Di lo que tienes que decirme, padre, descarga lo que estás pensando, dime que no existe el cielo ni el infierno, di, valiente». Lo decía con la mirada, el padre estuvo a punto de implorarle ayuda; «Ariadna, hija, tú que pareces hablar tanto con ella, tú que te entiendes con tu abuela, dime si sufre, si entiende lo que pasa, si sabe ya a dónde se encamina. Tú hijita sabes bien lo que opino de esos ángeles, de esos cielos, no fuerces mis explicaciones, no me obligues a decirte cosas que ni sé por qué las pienso»,
Pero no lo dijo, y las abrazó a las dos, con todas sus fuerzas, las más primitivas, con su vitalidad más antigua, fue la primera vez en su vida que usó esos pequeños cuerpos para sofocar el dolor, sólo dos cuerpos amados, ni sus mentes, ni sus emociones estaban con él, hubiese sido mucho hablar de reciprocidad, pero las niñas también le apretaron y lloraron, Ariadna más que nadie, le dio un exagerado rapto de llanto, no quería parar, ya no se sabía por qué lloraba cuando entró la madre y los encontró sentados en el sofá, llorando, cogidos de la mano, se sentó, se unió, casi pidiendo permiso, nadie supo cuál era el motivo de aquellas lágrimas pero Ariadna aprovechó y lloró por todo lo que llevaba queriendo llorar desde hacía mucho, hubo un momento en que su llanto no tenía sentido, en que resultaba hasta grotesco, pero las niñas de cinco años no pueden ser vistas como adultos, no se tienen que ceñir a esas conductas tan rígidas, nadie puede considerar que hagan mal por gritar a lo loco o por llorar sin proporción, de hecho es algo que todas las niñas tienen que hacer en algún momento.
Y vino a comprenderlo, lo entendió la pequeña, como aliviada, sorprendida por no tener que someterse a las normas de los demás, parece que ella misma entendía que se estaba alargando en su duelo, que ni siquiera tenía derecho a llorar más que su propio padre, hijo al fin, de quien estaba postrada en lo que podría ser su final. Lo entendió, y quizás calculó mal el poder de su niñez, su libertad, o fue que se sintió abandonada cuando a nadie le incomodaron sus grititos ni sus lágrimas.
De cualquier modo el llanto colectivo canceló las preguntas, el abrazo doliente de aquel padre psicólogo llegaba mucho más allá que cualquier respuesta, que cualquier tratamiento, ni imaginaba, pobre padre, el pandemónium que crecía en la mente de su hija menor, ni imaginaba que su niña, la mente de su niña, estaba exigiendo muertes heroicas, cohortes celestiales, reencarnaciones brahmánicas, explicaciones junguianas, su mirada implosionaba el mundo, sin saber, sin quererlo.
Aquella noche, después de que se fuera a la cama, media hora antes que la hermana, la madre se acercó a arroparla y no la encontró, Ariadna estaba en el saloncito de invitados, hablando como si fuera la tía Teresa, y hablaba con Encarna, con su abuelita, de hermana a hermana, a la madre le dio un vuelco el corazón, y entró, brusca, desesperada;
—¿Qué haces aquí levantada, hija, no son horas?
—Hablo con Encarna, está pachucha, no se anima, yo quiero que se alegre pero dice que no, que no tiene ganas de nada.
La madre siguió mirando, aterrada, la niña se mantuvo su papel de tía Teresa durante más de diez minutos. «¿Es un juego? ¿Lo hace para herirme, para castigarme por algo?» Pensaba la madre, hundida. La dejó en la cama, fue a por el marido, se lo contó, se lo dijo a la hermana, por prevenirla, y la niña mayor se asustó menos, el padre no supo reaccionar.
No fue sólo aquella noche, se hizo habitual, Ariadna comenzó a vivir en el papel de su tía Teresa durante lapsos de tiempo que iban en aumento, los padres se apresuraban a callarla y no fue sólo, ni mucho menos, por ese detalle, por lo que a Ariadna la empezaron a llamar la loquita.
Comenzaron sus primos y las niñas del parvulario, después, como le hacía gracia, hasta la tía Elena le decía mi loquita, su padre sonreía y la sometía a misteriosos exámenes psicológicos cuyos resultados nunca reveló.
Fue una locura mágica. Declaró un día su padre, sarcástico, cuando ya jubilado no tenía ni que creerse los dogmas de su ciencia. La locura de Ariadna fue creciendo, nos arrastró a todos y desapareció progresivamente conforme maduraba, para la adolescencia ni se acordaba, ni tenía consciencia de haber hablado nunca con los muertos, ni de ninguna de las otras cosas que llegó a hacer.