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La primera vida de Ariadna. Episodio 3

La mesa redonda

Ariadna se levantó de la cena, se fue a la cocina a por su servilleta, quería la suya, ninguna otra, la había metido ella misma en un cajón equivocado después de comer, se dejó a la familia alrededor de la mesa y salió por el pasillo a rescatarla, llegó lenta a la cocina y recuperó la servilleta de tela, con su servilletero metálico.

De vuelta, a medio camino, se paró en la oscuridad, distinguió un mínimo reflejo, una luz, en el gran espejo del comedor, y era la primera vez, nunca salía de la salita con todos reunidos, se sentía separada de todos, caminó muy despacio hacia ellos. ¿Y si ya no confían en mí cuando vuelva? ¿Y si no son los mismos cuando llegue? Lo cierto es que era ella la que de pronto se sintió muy diferente, la que de pronto no comprendía lo que ellos maquinaban, y peor, pensó que ya no disfrutaba de las cosas más divertidas, ni siquiera se entusiasmaba con las flores de papel que fabricaba Adela con la madre, y al principio sí las adoraba,  se cansó de ellas y cuando la mamá y la hermana se dedicaron a producirlas todas iguales, estilo industrial, Ariadna se horrorizó y ni quiso ni mirarlas, no era sólo las flores.

Regresaba nerviosa, como un cachorrito de alguna especie animal desconocida, se sentó a la mesa y quedó tranquila comiéndose las judías de un plato de arroz que a ella siempre le gustó, nadie tuvo que decirle nada, hablaban de lo animadas que estaban las calles con los huelguistas amotinados en la catedral, y de la fiesta patronal, discutía la madre que el alboroto era por San Vicente, y el padre que por lo otro.

De pronto, en aquella mesa redonda, Ariadna comprendió definitivamente que no era uno de ellos, que no pertenecía a esa mesa redonda, ni al hule, ni al giro centrípeto que parecía tomar, a ratos se cogía a la madera, a ratos se apartaba, miraba las caras de sus padres que discutían las causas del jaleo exterior, y entonces sólo supo beber agua de su vaso, estaba casi vacío pero no pudo pedirle a Adela que lo llenara, se quedó apagada y tranquila, lo contrario de siempre, esperó, dejó que todos se levantaran de la mesa y aun sentada, ya sin el mantel, imaginó que ese redondel de mesa era una nave o un planeta diminuto o cualquier cosa completamente inofensiva.            

No duraban mucho esos ataques de perplejidad en la vida de Ariadna, lo malo es que esos raptos pánicos se superponían, y el segundo ya tenía también un poco del primero y el tercero de los otros dos.  

Un día más tarde Ariadna observó que su papá miraba con miedo a través de la persiana torcida, miraba otra ventana lejana, una ventana cualquiera, comprendió que su padre no estaba mirando nada, estaba alejándose, huyendo con los ojos, su padre tampoco pertenecía a nada, lo entendió y fue entonces cuando ella se redimió un poco con la familia cantando la canción larguísima de la serie de dibujos animados que veía su hermana todos los días, era una serie antigua y nadie podría imaginar que se la supiera de memoria, la tomaron por loca, por su loquita querida y alegre.

                                                                                                                                                          

    

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