La abuela
Una tarde de visita, era un sábado de una primavera nublosa, irían caminando a casa de la abuela, habría que arreglarse, Adela imponía su ley, decidía con determinación el atuendo para las dos, su hermana era una adán, se dejaba, agradecida, imponer el vestido, las dos trenzas o el chubasquero amarillo.
—¿Está la abuela muy enferma?
—Está mayor, está viejecita y no siempre se aclara con las caras, te digo que nunca se molestó mucho con ciertas cosas, la abuelita Encarna siempre ha sido un poco así con todo —respondía la madre a la hija mayor.
Ariadna no acababa de ponerse el vestido azul marino, a juego con el blanco de la hermana, emborronaba unas líneas, acababa de aprender a escribir la Y y la Z, ya se sabía todas las letras, ya podría escribir cualquier cosa y no paraba de intentarlo. Apuntaba palabras muy misteriosas, se referían a una luz que desaparecía, que se moría, como sofocada por la sombra de un muro. Parece que acababa de observar, estupefacta ese fenómeno, el de los cuerpos opacos. «Pero no digas que la luz muere, no tienes que mencionar ese verbo». Le corrigió la madre, angustiada ya con su hija, aún más porque lo escrito era un poemita de cuatro endecasílabos perfectos, de rimas consonantes, con los versos pares e impares rimando entre sí. La preocupada madre consiguió que lo dejase, quiso arrugar el papel pero se conformó con dejarlo extendido sobre la mesilla, hizo un pacto con Ariadna, lo respetaría si ella se enfundaba pronto el vestido azul.
Cuando se llegó al acuerdo entró el padre sonriente, su sonrisa le desencajaba la cara, como la risa de un loco, al padre no le divertía nada el festival de niñas y madre gritando, mirándose al espejo, esa tarde nada le podía divertir.
Caminarían despacio, no tenían prisa por llegar, podría llover y las deliciosas gotas de lluvia armarían otra juerga, ni cogieron paraguas, no se fiaban de la lluvia pero tampoco la temían, la casa de la abuela paterna, Encarna, estaba a poco más de quince minutos de paseo lento, más allá de una heladería, dos iglesias y un parterre de magnolios gigantes, cuando llegaron a aquel piso decimonónico la abuela dormía en su sillón, la vigilaba tía Elena, las niñas se sentaron lo más lejos posible, en supuesto silencio, un susurro de voces y ronquidos dominó la sala.
Eran casi las siete, la viejecita pasaba muchas horas en sorprendentes duermevelas, si despertaba parecía regresar de países perdidos, del pasado, claro. Y cuando Ariadna se levantó para recitar su poema, en voz baja, a la tía Elena y a su propia familia, la anciana despertó sin que los otros lo notaran, sonrió, con una burla delicada, y aplaudió;
—Son los versos más tranquilos que has escrito nunca Teresa, ¿pero por qué los cambias?
Teresa fue su hermana, la única hermana de doña Encarna, murió joven en un complicado viaje de amor, era enamoradiza y escritora, la única que alguna vez se atrevió a jugar con los secretos más radicales de la familia, una familia que de alguna forma siempre andaba trastornada con paranoias e interpretaciones anagógicas de casi todo. Parece que la abuela confundió a la nieta con la hermana, fue un brinco temporal demasiado brusco, y de veras que la recién despertada tenía gesto de niña;
—Tienes que decirlo bien, di: «No me dejes hablar del mediodía // envuelta en esta claridad tan clara».
No tenía casi nada que ver con el verso de Ariadna, quizás la sonoridad, la palabra mediodía, era mucho más tosco el de la pequeña, claro, pero fue ella la que entendió mejor que nadie los versos que recitó la abuela;
—¿Verdad Teresa? ¿Para qué andar por esos paraísos lejanos, para qué fijarnos siempre en lo de fuera si a aquí dentro nos llega la misma luz, la misma gracia, si la persona que tenemos más cerca, más dentro de nosotros, es siempre la que más nos puede iluminar? ¿No te parece Teresa? ¿No te acuerdas de los dos versos primeros? «No consientas que te empañe la cara // con el vaho añil de la melancolía» Lo escribiste antes del viaje, luego se olvidó todo… —insistía la abuelita Encarna.
Tía Elena no comprendió nada y lloró, sin disimulo, estaban con que la abuela Encarna iba a morir, porque perdía el sentido y trabucaba los nombres, las caras, las relaciones, deducía que si le cambiaba el sentido a las cosas es porque tendría que irse de este mundo.
«Yo la encuentro más feliz que nunca». Dijo la mamá de las niñas. «Nunca ha estado muy centrada, siempre le han bailado las ideas». Su marido la miró, y se abrió entre ambos esa elipsis luminosa que tanto les llegaba a inquietar, porque, de pronto, sentían que vivían en mundo lejanos, era una lejanía intermitente, como un juego, difícil de jugar, pero un juego.
—Es un poema muy raro, pero te lo sabes muy bien – dijo la niña.
—Pero es más largo «Me nutro de la luz que nos cegaba…» —volvió a decir la abuela y las palabras se fueron dilatando —Ya no recuerdo más Teresa, ¿tú te acuerdas?
—Me nutro de la luz que nos cegaba, // de la sopa y del caldo de mi tía» —. Se inventó la niña.
La anciana se rio, se desbocó igual que si su hermana Teresa le estuviera gastando una broma, y se le iluminaron los ojos, como si los ejércitos celestiales bajaran después de que la guerra de los cielos hubiera concluido con una victoria completa y atemporal del buen arcángel san Miguel, podían ser esos ejércitos o cualquiera de las cosas que ocupaban la atención de doña Encarna, pero seguía riendo y la niña siguió inventando ripios, y bromas de colegio, eran dos niñas felices recordando sus cosas, hasta la tía Elena y Adela, al verlas tan animadas, tan alegres, dejaron de llorar.