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La primera vida de Ariadna. Episodio 10

El sillón

Se tenía que preparar la casa para el calor, era el primer domingo del verano, hasta las paredes se quejaban, no era humano vivir en plena ciudad. Las dos hermanas habían terminado las clases, la madre no podía contenerse, le dolían las articulaciones y ese mismo ahogo existencial de siempre se acuciaba, nadie podía respirar entre esas paredes, necesitaban abrir bien los balcones, bajar las persianas. Las niñas no, ellas se mantenían frescas abriendo el grifo de la cocina, jugando a salpicarse, a derramar agua por el suelo, a desbaratar el orden normal de la vivienda, de la familia.

Existía la antigua costumbre de cubrir sillones y sofás con fundas blancas, cuando se acercaban los días de dejar la casa, de salir hacia el campo por dos meses.

Como en un piso de fantasmas, se clausuraba el comedor, se quitaba la cortina verde del recibidor, una progresión de cambios y ansiedades se instalaba, se imponía tía Elena, dirigía los cambios, convertía la casa en confuso sanatorio.

Pero no, seguía la vida, las niñas paseaban entre los bultos blancos con el miramiento de bailarinas de ballet, pero esa delicada contención duraría un día, sólo el primer día, luego ya nadie respetaría esos blancos faldones.

Pasaban demasiadas cosas aquel verano, aquel final de primavera. Se retrasaba la partida, aguantaron dos semanas conviviendo con los bultos. Para Ariadna todo eran secretos y sustos, estaba encantada, le entusiasmaba esa casa de telas blancas, no quería irse, prefería los fantasmas a la piscina y las otras maravillas veraniegas, se le acababa de abrir un nuevo mundo.

Sus últimos éxitos interpretando a la hermana de la abuela le habían exaltado la imaginación, vivía convencida de que sus poderes excepcionales le permitirían ser cualquier persona, de que, si se lo proponía, cualquier cosa podría existir en cualquier sitio. Sopesaba si los bultos blancos escondían más o menos misterios que la vieja casa de campo.

En un momento de desconcierto entró Adela a la salita de estar, se encontró con una madre abatida, casi lloraba, le dolían las piernas y la humedad hirviente aplacaba su humor hasta el punto de paralizarla, se sentó junto a ella y no quiso decir nada, no podía, se sentía tan mal como su madre, quedaron en silencio, se calmó la tristeza y se llegó a una paz fresca, de final de tempestad, fue entonces cuando el sillón más cercano al balcón comenzó a llorar, primero lo oyó Adela, se oía un llanto que venía del sillón,  se levantó y miró detrás, no había nada, era un llanto de niña. 

Se les atascó la respiración, como en una magia de ilusionistas de cabaret, como en un milagro, era algo entre la cotidiana desesperación y lo fantástico, y digo cotidiana porque el llanto sonaba al llanto de Ariadna, y fue un grito de la niña, un «mamá no llores», lo que acabó saliendo de aquel sillón.

De pronto, en una escena  de película de monstruos extraterrestres, al sillón, desde dentro, como si fuera un animal vivo, empezaron a salirle unos pequeños brazos que se agitaban y una cabeza girando, intentando liberarse, y más gritos, saltaron al suelo los tres cojines y la madre se levantó de un respingo, la voz de la niña pequeña le desfiguró el gesto, se le volvió una cara de miedo, de rabia, de madre de desquiciada, quitó la funda que hacía dos días ella mismo había ajustado como una falda ceñida, la niña estaba allí, llorando, nadie entendía cómo pudo meterse bajo aquella funda, cómo no se había ahogado, con el poco aire que le podía llegar.

—¿Qué hacías ahí dentro Ariadna? ¿Por qué me das estos disgustos?

No fue nada importante, pero sí muy raro, la madre hubiera soportado mucho mejor un robo, la rotura del reloj de pared, un insulto carcelario, cualquier cosa antes que esa estúpida ocurrencia de esconderse bajo la funda, disimularse con cojines, y hacerse pasar por una parte del respaldo, convertirse en un pequeño abultamiento del sillón, como diría la niña.

—¿Por qué coño te metiste ahí dentro Ariadna?— explotó la madre sin poder aguantarse, sin querer escuchar la respuesta, Adela quedó paralizada con la palabrota, más que con la hazaña de la hermana, estaba inmunizada, conocía bien esa psicología mágica de Ariadna, no le causaba ese terror pánico que a veces destrozaba a su pobre mamá.

 —Quería saber lo que siente un sillón cuando le pones su funda.

A la madre la explicación le disgustó. La niña no sabía decir mucho más, ni se disculpaba, no entendía que nada fuese tan malo, explicó que sí le costaba respirar ahí metida, pero no mucho, dijo que pudo acostumbrarse poco a poco a las dificultades de ser un bulto en la tapicería del sillón, bajo la funda.

Aquel día la mamá consideró con total seriedad que su hija sufría una patología, rara y misteriosa, que podría acabar con la paz de aquella casa y con su propia salud.

Pasarían años antes de que todos se pudieran reír de aquella ocurrencia de Ariadna, al menos cuatro, entonces explicaba su protagonista que los sillones eran mucho más empáticos y compasivos que la gente normal, lo decía mirándole la cara a su madre, que aún no sabía si reír o llorar.

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