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La primera vida de Ariadna. Episodio 7

Las cebras

«No tendría que ser tan difícil, no, aquella familia era un manada de ñus, nadie hacía otra cosa que cargar con sus cuernos y seguir caminando, nadie sabía preguntarle al guía ni ver las fieras que esperan apostadas, nadie. ¿De qué sirve seguir? ¿Para qué continuar? Yo quiero que me cuenten a dónde vamos, me canso, me aburro».

Estas ideas venían por ver los documentales de la 2, se lo decía a la tía Elena que era igual de ñu que los otros pero tan lenta que ni siquiera los podía seguir, tan poco despejada que pensaba que la vida era como el ruedo de una plaza de toros, y que la misión de todo toro era llegar alguna vez a subir a los tendidos y ser público, o incluso monosabio o banderillero. «Primero te dan la puntilla, luego, ya, si puedes, la devuelves». «¿Cómo vas a devolver nada si te dan la puntilla, tía?»

Pero la obsesión de Ariadna, mirando aquellas filas de ñus, aquellas manadas, sería la del guía, porque estaba segura que cada manada de decenas de miles, centenares de miles de animales cornudos de Tanzania tenían que tener un guía, un líder.

-Igual es un guía obligado, les lleva más allá de Tanzania y entonces, si aún está vivo, lo matan, para que no siga.

-Pero si lo matan no sabrán volver al Serengueti.

-Obligarán a otro.

-¿Y por qué tienen que matarlo?

-Para que no se vengue, para no se vuelva solo, no hay oficio tan miserable como el de jefe, yo creo que los ñus no lo saben pero notan que si eres jefe luego ya nunca podrás ser normal. Los ñus son como mis padres, continúan, continúan, y no saben por qué.

-Luego dices que te llaman psicópata.

La niña se rio. Pero no se sacaría a esos ñus de su cabecita, no podía. «Yo quiero saber quién fue el primer ñu». Le decía a la tía Elena. Abrió la enciclopedia de fauna y descubrió una pequeña fila de cebras guiando la enorme manada. «Entonces son las cebras, son esos caballitos los que guían a los ñus, los que caminan delante de la gran manada». Y cerró el libro, pensativa. «¿Qué cebra será la primera, la obligarán los ñus a ponerse delante de todos, la obligarán las otras cebras? ¿Qué pasaría si esa cebra se perdiera y guiara a medio millón de ñus a la plaza Mayor de Nairobi? Sería fantástico, ésa sería una cebra excepcional, tendría que ser más importante que el presidente de Kenia, habría que escribir libros de psicología conductiva sobre esa cebra».

El padre de Ariadna era psicólogo, no sabía hablar como la gente normal, tenía costumbre de reprender a las niñas con una terminología técnica que poco a poco calaba en sus propia forma de hablar. Pero eran padres demasiado racionales para el ímpetu de la niña, incapaces de imaginar lo que ella imaginaba. Ese día llegaron a casa y ella les preguntó por los ñus, por las cebras, por los cocodrilos, por las leonas. «¿Papá quién les dice a los ñus dónde tienen que ir?» «Nadie, ya lo saben». «¿Las pequeñitas también?» «Ésas siguen a sus madres». «¿Entonces por qué siguen a las cebras?» «No lo sé, será por las rayas». «¿Por eso sigues siempre a mamá?» El padre calló, fulminado, no sabía si era un chiste que la niña aprendió de la tele, o de su hermana, ¿a qué raya de su madre se refería? Estaba tenso, su mujer no dejaba de reportarle las manías y las siniestras hazañas de Ariadna. « ¿No tiene que haber alguien que diseñe el viaje, no crees que cuando comen hierba en el Serengueti ya están planeando el camino, que al menos las cebras estarán decidiendo entre ellas cuál va a ser la cebra guía, no crees?» «Los animales no piensan en el futuro, no planean sus vidas ». Pero no estaba seguro, no entendía nada, no podía comprender por qué su hija le decía esas cosas, posiblemente, al contrario que cualquier cebra, vislumbraba ya la laberíntica adolescencia de Ariadna, y su propia vejez, no tan lejana, sin respuestas…

La niña lo comprendió, observó cómo su querido padre agachaba la cabeza y bebía vino, disimulando, en un vaso ámbar, de duralex. Sabía que no, que lo de aquellas cebras no podía ser tan simple. Entonces, compasiva con su papá, empezó a mirar, a sentir, a escuchar, descubrió que igual la casa, la vida, estaban llenas de explicaciones, de seres pequeños y mansos que sabían mucho más, eran duendes, ángeles, santos, vírgenes…

Son como cebras invisibles que me guían.

Y como el padre psicólogo no entendió la conducta de la hija se la contó a un compañero psicoanalista que le aconsejó que charlara con Ariadna de su infancia. «Tiene cinco años», le respondió el padre. El doctor se calmó, bromeó con la posibilidad de buscar un exorcista. «Mejor te la traes a la clínica y que nos analice a nosotros».

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